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Arteaga y el resto del mundo

‘CATÓN’, CRONISTA DE LA CIUDAD

Eran las 4 y media de la madrugada cuando nos despertaba mi papá. Y era domingo. Adormilados todavía hacíamos a pie, en la oscuridad, el breve camino entre nuestra casa y el templo de San Juan Nepomuceno. Los severos padres jesuitas oficiaban su primera misa a las 5 de la mañana. ¿Habrá todavía alguna iglesia en Saltillo -o en Coahuila, o en México, o en el continente americano, o en el mundo- donde se diga misa a las 5 de la madrugada?

Regresábamos a la casa y subíamos las cosas en el viejo automóvil. Era un Chevrolet 1937, gris, el único automóvil que en su vida pudo tener mi padre. Las cosas que subíamos eran éstas: unos lonches de huevo con chorizo, unos refrescos y un rifle Remington calibre .22. Íbamos de cacería.

Pasábamos por mi tío Alfredo Aguirre y por mis primos. Antes de salir al camino llegábamos a un café de chinos que estaba por la calle de Allende, frente a la plaza del mercado. ¿Cómo se llamaba ese café? Su nombre se me escapa. ¿Era el Café “Cantón”? No lo recuerdo.

Tomábamos café con leche y pan de azúcar. No hay en el mundo café con leche más sabroso que el de café de chinos. Alguna receta secreta han de tener los orientales, misteriosa, esotérica. El Kid Monterrey, que preparaba en su Café “Palacio” un café con leche parecido, aunque no igual, al de los chinos, me reveló su secreto alguna vez: ponía en la cafetera unas cáscaras de huevo.

Así, confortados del cuerpo y del espíritu -de éste por los jesuitas y de aquél por los chinos-, tomábamos la angosta carretera que llevaba a Arteaga, y luego nos dirigíamos al sitio de nuestra cacería. Ese sitio era el de los llanos de La Reforma, a los cuales se entra por el Puerto de Flores. No había carretera para llegar allá. La 57 era apenas un sueño en la mente de mi tío Román Cepeda, quien soñaba en comunicar Arteaga, su solar nativo, con la otra mitad del mundo. Íbamos por un camino de herradura que en verdad no era tal camino, sino el cauce del arroyo que culebrea (ni siquiera alcanza a serpentear, pues es pequeño) por abajo de donde hoy va la carretera.

Llegábamos al final de la primera etapa de nuestro viaje cinegético. Para entonces ya eran por ai de las 8 de la mañana. (Así se dice ahora en expresión que se ha puesto muy de moda. Nadie dice ya: “Alrededor de las 8 de la mañana”. Ahora se dice: “Por ai de las 8”). Hacíamos un alto en el restaurante de un magnífico señor que se llamaba don Antonio Ramos. El sitio donde estaba ese restaurante existía aún hasta hace algunos años. Creí reconocerlo en una vieja construcción de piedra blanca que se mantenía en pie en una lomita al pasar por “El Chorro”, ahí donde la carretera que lleva a Los Lirios y al Tunal da vuelta para entrar en el cañón Palo del Agua.

El platillo especial de ese lugar, si no quizás el único, era el cabrito. Cuando llegábamos ya estaba saliendo del horno. Porque don Toño lo hacía en fogón de leña. Nos asomábamos a la boca del horno para ver el cabrito atravesado en su espetón sobre las ardientes brasas. Así gozábamos con la vista lo que luego disfrutaríamos con el paladar. (Continuará).

OPINIÓN

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2021-11-29T08:00:00.0000000Z

2021-11-29T08:00:00.0000000Z

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