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A la luz de la vela y bajo el encanto del aroma del cempasúchil

Para mis amados fieles difuntos, que tanto bien hicieron en esta Tierra.

Por estos días, finales de octubre, asaltan de nuevo las preguntas: ¿podrá acabar el Halloween con la tradición del Día de Muertos? Con estas preguntas me encontré en un ejercicio escolar, interesados los alumnos en cómo una y otra celebración pueden llegar a empalmarse o a sobresalir una ante la otra.

La del Día de Muertos, tradición en la que los fieles conviven con las almas de los difuntos en una comunión y fervorosa creencia, ha tenido que sortear a la mercadotecnia y el espectáculo, de la que se nutre muy principalmente la de Halloween.

Cuando visité la isla de Janitzio, hace años, aspiré hondamente el sentido mágico de esta celebración. La noche de otoño, de un frío inclemente, presta su atmósfera a los habitantes del lugar. A la luz de la vela y bajo el encanto del aroma de las flores de cempasúchil, la oquedad en que se encuentra el panteón desprende un sentido único y espectacularmente bello y entrañable.

Muchos se preocupan por si la fiesta de Halloween ha llegado o llegará un día a suprimir la del Día de Muertos. Desde hace muchos años, aquí en el norte, dada la vecindad con Estados Unidos y el ambiente de la mercadotecnia que resulta en aquel país la marca de la casa, Halloween tiene una presencia fuerte. Personalmente no creo que la celebración mexicana se opaque o desluzca ante la norteamericana. Antes bien, es notorio cómo es en ese país los que se han fascinado por las tradiciones de México. Un ejemplo claro fue la producción de la película Coco.

Lo que es juego y espectáculo, con un subyacente significado macabro, el caso de Halloween, no encuentra parangón con las formas de la tradición mexicana.

Aquí la celebración lleva implícita un sentimiento de pertenencia mexicano difícil de desarraigar, aunque, como lo apuntamos líneas anteriores, tampoco se escapa de las redes de la mercadotecnia, y es quizá de ello de lo que deba buscar defensa para no caer en la banalidad.

La tradición mexicana también es distinta si nos referimos al México del sur y al del norte.

En el sur prevalece el significado primario, la definición primigenia, a través de la colocación de altares y lo que ello conlleva: honrar al difunto con sus objetos más queridos y dejando de manifiesto lo que gozó en vida y lo que lo caracterizó fundamentalmente. Aunque en el norte la idea a desarrollar fue y en esencia es la misma, las formas varían.

En el norte desde hace unas tres décadas, haciendo una rápida remembranza del Saltillo de finales de los ochenta, principios de los noventa, se comenzaron a importar los altares de muertos y ciertos pasajes de las celebraciones del sur. Recuerdo la primera vez que se convocó en nuestra ciudad a un concurso de altares de muertos en esa época y que ha perdurado hasta estos días. Años atrás, la costumbre aquí prevaleciente era ir al panteón y dejar flores, así como alguna cosa especial para el difunto. Costumbre, por cierto, que perduró, a pesar de la llegada de nuevas formas del sur. Hoy, en el norte, se acostumbran altares en lugares públicos, pero ya también en los hogares.

Conservar tradiciones como esta nos permite distinguirnos como mexicanos; significa escuchar las voces de nuestros ancestros y las creencias que nos confieren identidad. Así como en la ciudad, sus calles, sus edificios, sus plazas públicas, hechas para sus habitantes, el sentido de pertenencia está dado en las costumbres y en las tradiciones. Y esta es una tradición que nos lleva al misticismo profundo de México, al cual habitamos con nuestra imaginación, nuestros pasos. Es el fervor, la magia, el misterio de la vida en el más allá arraigado por siglos.

OPINIÓN

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2021-10-26T07:00:00.0000000Z

2021-10-26T07:00:00.0000000Z

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