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Circos palaciegos y promesas incumplidas

MANUEL SERRATO

El pasado 10 de mayo, durante las misas y las marchas de protesta, colectivos de búsqueda de personas desaparecidas coincidieron en que tampoco este 2021 hubo nada qué celebrar. Ya se han habituado a que los días de las madres, las navidades, los catorce de febrero, los aniversarios de bodas y cumpleaños transcurran con un dolor recrudecido que después, aseguran, se convierte en ímpetu. Del recuerdo de su ser querido ausente y del anhelo de justicia es de donde les viene una fuerza incomprensible. Sin embargo, pasan los años, los gobiernos, y los clamores todavía se desoyen.

La actual Administración federal había mostrado una firme voluntad de atender este flagelo y, hasta eso, parecía que estaba dando los pasos correctos. Durante el sexenio de Felipe Calderón, con el País sumiéndose en la vorágine violenta de la que aún no se libera, el delito de desaparición forzada estaba casi invisibilizado, desterrado del discurso oficial y exacerbando la pesadumbre en la que vivían millones de mexicanos. Con Peña Nieto la cosa no fue distinta, los embates de la delincuencia continuaron desquiciando al País pero al menos, con la presión de colectivos, asociaciones civiles y organismos internacionales, el fenómeno comenzó a reconocerse y documentarse. En 2013, la entonces subsecretaria de Asuntos Jurídicos y Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, Lía Limón, presentó un registro de 26 mil 121 personas desaparecidas entre diciembre de 2006 y noviembre de 2012, es decir, durante el sexenio calderonista. La cifra parecía sumamente conservadora. Al tratarse de un ilícito excluído de las narrativas institucionales, en un contexto de temor generalizado, no era difícil deducir que el subregistro sería altísimo, y menos con los niveles de violencia que también tuvo el sexenio peñista.

Al día de hoy, la cifra de personas desaparecidas en México ronda las 85 mil 53. Jalisco, Michoacán, Ciudad de México, Tamaulipas, Nuevo León, Guanajuato, Sonora, Sinaloa, Zacatecas y el Estado de México concentran el 76 por ciento de todos los casos. Pero, además, entre 2016 y 2019 se reportó el hallazgo de 3 mil 24 fosas clandestinas, principalmente en Tamaulipas, Chihuahua, Guerrero, Sinaloa, Zacatecas y Jalisco, con al menos 4 mil 974 cadáveres dentro de todas ellas. A ello hay qué sumar los números de 2020, que confirman el hórrido panteón en el que está convertido el territorio nacional: el año pasado se encontraron otras 559 fosas, de las que se sustrajeron mil 86 cuerpos.

Y todo esto, con todo lo escabroso que resulta, era justamente lo que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador estaba haciendo bien: nunca antes este delito, que mucho ha lastimado a la sociedad mexicana, se había reconocido y visibilizado con tanta claridad. En el otoño de 2018, ya como presidente electo después del avasallante triunfo en las urnas, AMLO se había comprometido frente a grupos defensores de derechos humanos a construir un sistema de justicia transicional para víctimas de la violencia que además garantizara la famosa “no repetición”. Los colectivos le habían reprochado esa retórica de otorgar “perdón” a los criminales y con todo y las posturas contrarias, la promesa de un diálogo constante parecía augurar que el gobierno de la Cuarta Transformación ofrecería al menos viabilidad en la solución de un problema que a sus antecesores, ya sea por ineptitud o indiferencia (o una perversa combinación de ambas) se les había salido de control. Sin embargo más pronto que tarde llegaron las desilusiones y todas esas promesas no sólo siguen incumplidas, sino que el problema de la violencia continúa recrudeciéndose sin que exista (y aquí lo hemos expresado muchas veces) una estrategia de seguridad pública bien articulada. Hace tiempo que estos temas salieron de la narrativa presidencial y es claro que los programas sociales, la bandera de este gobierno, no han sido más que el vicioso asistencialismo de toda la vida: un paliativo populista con intenciones electoreras. Pero además, hay otros aspectos que reafirman el descrédito: la infame caricatura en que está convertida la CNDH y las reformas a la Ley Orgánica de la Fiscalía General de la República significan un tremendo retroceso en ese camino a la justicia que tanto se prometió, por no hablar del guadañazo a los fondos y fideicomisos que también eliminaron herramientas y presupuestos de atención a grupos vulnerables y víctimas del delito.

En fin. El Presidente se traiciona una y otra vez a sí mismo. El haber convocado a los gobernadores del País a firmar un acuerdo por la democracia comprometiéndose a no interferir en el proceso electoral y después admitir sin reparo, desde su escenario mañanero, que sí instrumentó las investigaciones de la FGR a los candidatos opositores en Nuevo León, mirando la paja sólo en el ojo ajeno, es una muestra más del talante antidemocrático que no puede permitirse en un jefe de estado. El sexenio prácticamente va a la mitad y hasta ahora son más los circos palaciegos, que las promesas cumplidas.

OPINIÓN

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2021-05-12T07:00:00.0000000Z

2021-05-12T07:00:00.0000000Z

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